Corrían los años... ya no recuerdo. La memoria ha comenzado a fallarme prematuramente, o me he alejado tanto de la concepción de tiempo que me cuesta trabajo hacer cálculos medianamente confiables. Hace unos cuantos años, decía, tuve la enorme suerte de tomar clase de Literatura con la escritora y maestra Monserrat Ordoñez (fallecida hace algunos años). Dicha clase me significó un acercamiento, más apasionante que métrico, al mundo de las letras. Ella sabía cómo abrir el corazón de aquellos estudiantes rebeldes, incorformes, prácticos, racionales, que creíamos ser. Un día nos llevó un poema de la mexicana Rosario Castellanos: "Meditación en el umbral", lo rumiamos, lo hablamos, lo analizamos, contagiados del fervor con el que Moserrat vivía la escritura. Para mí se convirtió en un himno, un canto a la soledad digna, a la independencia en una sociedad en la que estar solo, ser solo, vivir solo, disfrutarse solo, se confunde con amargura acompañada de cierto halo de "peligro" para los acompañados que, desde su distancia nos atisban y no ven en nosotros más que la amenaza a su pequeña, conspicua felicidad. Repasar las sinsalidas de aquellas mujeres evocadas en aquel poema, sus desesperadas soluciones ante la angustia del querer ser sin saber exactamente cómo, del ansia de poder ser sin aquel otro, permitían entrever parte de la vida de esta poeta mexicana. No fue una vida fácil (como si la vida lo fuera para alguien), pero estuvo llena de logros, de superaciones de sí misma, con una carrera académica envidiable; también fue diplomática, de hecho, la muerte la alcanzó mientras se desempeñaba como embajadora de México en Israel, por allá en 1974. Una lámpara que trataba de conectar le propinaría una descarga eléctrica fulminante. Allí, en Jerusalén, se desempeñaba como profesora también.
Rosario Castellanos fue un ser solitario desde su infancia. Tuvo una vida signada por la muerte, su único hermano murió, asimismo, en ese momento murió la presencia de sus padres en su vida. Al parecer, el dolor por la muerte del retoño varón los dejó inermes para atender a la pequeña. Ya "sola casada", perdería a dos de los hijos de su vientre y lloraría sus entrañas arrancadas, errantes en el espacio ajeno de los cuerpos pero que se alojan para siempre palpitantes en su interior, allí de donde nadie puede arrebatárselos de nuevo. Para ella, el matrimonio sería otra más de sus soledades, una relación desigual en la que los trazos de egoísmo del consorte dejaron huellas imborrables en la vida emocional de Rosario, el divorcio entonces fue la única salida posible. En adelante, el amor sería otro acto de soledad únicamente manifiesto a través de la palabra, desplegado en versos que dejarían a sus inspiradores en el sutil plano de la idea, no táctil, no sufrible.
Rosario, ¡claro que es posible ser! Pero no deja de susurrar al oído la pregunta por la imposibilidad de poder construir con el otro dentro del respeto, la comprensión, el amor y la libertad, miro alrededor y sólo veo espejos de nosotras mismas.
Meditación en el umbral
No, no es la solución
tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoi
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar en los páramos de Ávila la visita
del ángel con venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.
Ni concluir las leyes geométricas, contando
las vigas de la celda de castigo
como lo hizo Sor Juana. No es la solución
escribir, mientras llegan las visitas,
en la sala de estar de la familia Austen
ni encerrarse en el ático
de alguna residencia de la Nueva Inglaterra
y soñar, con la Biblia de los Dickinson,
debajo de una almohada de soltera.
Debe haber otro modo que no se llame Safo
ni Mesalina ni María Egipciaca
ni Magdalena ni Clemencia Isaura.
Otro modo de ser humano y libre
Otro modo de ser.
Origen
Sobre el cadáver de una mujer estoy creciendo,
en sus huesos se enroscan mis raíces
y de su corazón desfigurado
emerge un tallo vertical y duro.
Del féretro de un niño no nacido:
de su vientre tronchado antes de la cosecha
me levanto tenaz, definitiva,
brutal como una lápida y en ocasiones triste
con la tristeza pétrea del ángel funerario
que oculta entre sus manos una cara sin lágrimas.
Linaje
Hay cierta raza de hombres
(ahora ya conozco a mis hermanos)
que llevan en el pecho como un agua desnuda
temblando.
Que tienen manos torpes
y todo se les quiebra entre las manos;
que no quieren mirar para no herir
y levantan sus actos
como una estatua de ángel amoroso
y repentinamente degollado.
Raza de la ternura funesta, de Abel
resucitado.
Lo cotidiano
Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día;
este cabello triste que se cae
cuando te estás peinando ante el espejo.
Esos túneles largos
que se atraviesan con jadeo y asfixia;
las paredes sin ojos,
el hueco que resuena
de alguna voz oculta y sin sentido.
Para el amor no hay tregua, amor. La noche
no se vuelve, de pronto, respirable.
Y cuando un astro rompe sus cadenas
y lo ves zigzaguear, loco, y perderse,
no por ello la ley suelta sus garfios.
El encuentro es a oscuras. En el beso se mezcla
el sabor de las lágrimas.
Y en el abrazo ciñes
el recuerdo de aquella orfandad, de aquella muerte.
Porque si tú existieras
tendría que existir yo también. Y eso es mentira.
Nada hay más que nosotros: la pareja,
los sexos conciliados en un hijo,
las dos cabezas juntas, pero no contemplándose
(para no convertir a nadie en un espejo)
sin mirando frente a sí, hacia el otro.
El otro: mediador, juez, equilibrio
entre opuestos, testigo,
nudo en el que se anuda lo que se había roto.
El otro, la mudez que pide voz
al que tiene la voz
y reclama al oído del que escucha.
El otro. Con el oro
la humanidad, el diálogo, la poesía, comienzan.
De la vigilia estéril
I
No voy a repetir las antiguas palabras
de la desolación y la amargura
ni a derretir mi pecho en el plomo del llanto.
El pudor es la cima más alta de la angustia
y el silencio la estrella más fúlgida en la noche.
Diré una vez, sin lágrimas, como si fuera ajeno
el tema exasperado de mi sangre.
Todos los muertos viajan en sus ondas.
Ágiles y gozosos giran, bailan,
suben hasta mis ojos para violar el mundo,
se embriagan de mi boca, respiran por mis poros,
juegan en mi cerebro.
Todos los muertos me alzan, alzándose, hacia el cielo.
Hormiguean en mis plantas vagabundas.
Solicitan la dádiva frutal del mediodía.
Todos los muertos yacen en mi vientre.
Montones de cadáveres ahogan el indefenso
embrión que mis entrañas niegan y desamparan.
No quiero dar la vida.
No quiero que los labios nutridos de mi seno
inventen maldiciones y blasfemias.
No quiero a Dios quebrado entre las manos
inocentes y cárdenas de un niño.
No quiero sus espaldas doblegadas
bajo el látigo múltiple y fuerte de los días
ni sus sienes sudando la sangre del martirio.
No quiero su gemido como un remordimiento.
Seguid muertos girando dichosos y tranquilos.
La espiga está segada, el círculo cerrado.
Sólo vuestros espectros recorrerán mis venas.
Sólo vuestros espectros y este lamento sordo
de mi cuerpo, que pide eternidad.
Trayectoria del polvo
I
Me desgajé del sol (era la entraña
perpetua de la vida)
y me quedé lo mismo que la nube
suspensa en el vacío.
Como la llama lejos de la brasa,
como cuando se rompe un continente
y se derraman islas innumerables
sobre la superficie renovada del mar
que gime bajo el nombre de archipiélago.
Como el alud que expulsa la montaña
sacudida de ráfagas y voces.
Rodé como el alud, como la piedra
sonámbula de abismos
resbalando por meses y meses en la sombra
del universo opaco que gira en los elipses
trazados en el vientre de espiga de la madre.
Era entonces muy menos
que un río desenvolviéndose
y una flecha montada sobre el arco
pero ya los anuncios de mi sanre
caminaban sin tregua para alcanzar el tiempo
y el vagido inconcreto ya clamaba
por ocupar el viento.
Nací en la hora misma en que nació el pecado
y como él, fui llamada soledad.
Gemelo es nuestro signo y no hay aguas lustrales
capaces de borrar lo que marcaron
los hierros encendidos en mi frente.
Pero mi frente entonces se combaba
huérfana de miradas y reflejos.
Y así me alcé feliz como el que ignora
su inevitable cárcel de ceniza
y cuando yo decía la tierra, era la tierra
desnuda de metáforas, infancia
recién inaugurada.
Y no dudé jamás de que al nombrarla
me nombraba a mí misma
y a mi propia substancia.
Yo no podía aún amara los pájaros
porque cantaban presos y ciegos en mis venas
y porque atravesaban el espacio
contenido debajo de mis párpados.
Yo no sabía quién se levantaba
imantado de estrellas polares hacia el cielo
ni en quién multiplicaban las yemas su promesa
si en el árbol compacto o en mi cuerpo.
Era el tiempo en que Dios estrenaba los verbos
y hacía, como jugando,
figurillas de barro con las manos:
atmósferas azules y planetas
no lesionados por la geografía,
muñecos intangibles para el suño
que hiende como espada, separando
en varón y mujer las costillas unánimes.
Era el alba sin sexo.
La edad de la inocencia y el misterio.