Estas Navidades Siniestras
Gabriel García
Márquez (diciembre, 1980)
Ya nadie se acuerda de Dios en Navidad. Hay tantos
estruendos de cornetas y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de
colores, tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de plata para
quedar bien por encima de nuestros recursos reales, que uno se pregunta si a
alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante despelote es
para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace dos mil años en una
caballeriza de miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes,
el rey David; 954 millones de cristianos creen que ese niño era Dios encarnado,
pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran. Lo celebran además
muchos millones que no lo han creído nunca, pero les gusta la parranda, y
muchos otros que estarían dispuestos a voltear el mundo para que nadie lo
siguiera creyendo. Sería interesante
averiguar cuántos de ellos creen también en el fondo de su alma que la Navidad
de ahora es una fiesta abominable y no se atreven a decirlo por un prejuicio
que ya no es religioso sino social.
Lo más grave de todo es el desastre cultural que estas
navidades pervertidas están causando en América Latina. Antes, cuando sólo
teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran prodigios
de la imaginación familiar. El Niño Dios era más grande que el buey, las
casitas encaramadas en las colinas eran más pequeñas que la virgen y nadie se
fijaba en anacronismos: el paisaje de Belén era completado con un tren de
cuerda, con un pato de peluche más grande que un león que nadaba en el espejo
de la sala, o con un agente de tránsito que dirigía un rebaño de corderos en
una esquina de Jerusalén. Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado
con una bombilla en el centro y un rayo de seda amarilla que había de indicar a
los reyes magos el camino de salvación. El resultado era más bien feo, pero se
parecía a nosotros y desde luego era mejor que tantos cuadros primitivos mal
copiados del aduanero Rousseau.
La mistificación empezó con la costumbre de que los juguetes
no los trajeran los reyes magos –como sucede en España con toda razón – sino el
Niño Dios. Los niños nos acostábamos más temprano para que los regalos llegaran
pronto y éramos felices oyendo las mentiras poéticas de los adultos. Sin
embargo, yo no tenía más de cinco años cuando alguien en mi casa decidió que ya
era tiempo de revelarme la verdad. Fue una desilusión, no sólo porque yo creía
de veras que era el Niño Dios quien traía los juguetes, sino también porque
habría querido seguir creyéndolo. Además, por pura lógica de adulto, pensé
entonces que los otros misterios católicos eran inventados por los padres para
entretener a los niños y me quedé en el limbo. Aquel día –como decían los
maestros jesuitas en la escuela primaria- perdería la inocencia. Pues descubrí
que tampoco a los niños los traían las cigüeñas de París, que es algo que
todavía me gustaría seguir creyendo para pensar más en el amor y menos en la
píldora.
Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante
una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una
desgastadora agresión cultural. El Niños Dios fue destronado por el Santa Claus
de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papá Noel de los franceses, y a
quienes conocemos demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce y
el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve. En
realidad, ese usurpador de nariz de cervecero no es otro que el buen San
Nicolás, un santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel,
pero que no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la Nochebuena
tropical de América Latina. En la leyenda nórdica, San Nicolás construyó y
revivió a varios escolares que un oso
había descuartizado en la nieve y por eso le proclamaron el patrón de los
niños. Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el 25. La leyenda se
volvió institucional en las provincias germánicas del norte a fines del siglo
XVIII, junto con el árbol de los juguetes, y hace poco más de cien años pasó a
Gran Bretaña y a Francia.
Luego pasó a Estados Unidos y éstos nos los mandaron para
América Latina, con toda una cultura de contrabando: la nieve artificial, las
candilejas de colores, el pavo relleno y estos quince días de consumismo
frenético a los que muy pocos nos atrevemos a escapar. Con todo, tal vez lo más
siniestro de estas navidades de consumo sea la estética miserable que trajeron
consigo. Esa tarjetas postales indigentes, esas ristras de foquitos de colores,
esas campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas
canciones de retrasados mentales que son los villancicos traducidos del inglés,
y tantas otras estupideces gloriosas, para las cuales ni siquiera valía la pena
haber inventado la electricidad.
Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una
noche infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se
equivocaron de puerta buscando donde desaguar, o persiguiendo a la esposa de
otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala: no es una
noche de paz y de amor, sino todo lo contrario: es la ocasión solemne de la
gente que no se quiere. La oportunidad prudencial de salir por fin de los
compromisos aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie
invita, a la prima Isabel que se quedó viuda hace 15 años, a la abuela
paralítica que nadie se atreve a mostrar. Es la alegría por decreto, el cariño
por lástima, el momento de regalar porque nos regalan o para que nos regalen, y
de llorar en público sin dar explicaciones. Es la hora feliz de que los
invitados se beban todo lo que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta,
el licor de chocolate, el vino de plátano. No es raro, como sucede a menudo,
que la fiesta termine a tiros. Ni es raro tampoco que los niños –viendo tantas
cosas atroces- terminen por creer de veras que el Niño Jesús no nació en Belén
sino en los Estados Unidos.